IN ICTV OCVLI
Música española del siglo XVII
1- Carlos Patiño (1600-1675) / Francisco Navarro (fl. 1634-1650): Dulce y regalada esposa, villancico al Santísimo Sacramento
2- Joseph Ruiz Samaniego (fl. 1653-1670): Lamentación 2ª Feria VI
3- Andrea FALCONIERO (ca. 1585-1656): La Gioiosa Fantasia
4- Juan BERGES (fl. 1637-1680): Oh, santísima Cruz, letanía a la Cruz
5- Juan Pérez Roldán (1604-después de 1672): Al humillado, villancico a San Agustín y a San Francisco
6- Andrea FALCONIERO : La Monarca
7- Anónimo (mediados del siglo XVII): A mirar, villancico al Santísimo Sacramento [para la procesión del Corpus]
8- Andrea FALCONIERO : Battaglia de Barabaso, yerno de Satanás
9- Anónimo (último tercio dol siglo XVII): Hombre, que la vida pasas durmiendo, villancico [de vanitas para la Navidad]
10- Joseph Ruiz Samaniego : Si el Pelícano de Amor , villancico [al Santísimo Sacramento]
LOS MÚSICOS DE SU ALTEZA
María Pilar Burgos, soprano
Beatriz Gimeno, soprano
Susana Cabrero, contralto
José Pizarro, tenor
Pablo Prieto, violín
Eduardo Fenoll, violín
Pedro Reula, vihuela de arco
Jesús Alonso, tiorba, archilaúd y guitarra
clave, órgano y dirección: LUIS ANTONIO GONZÁLEZ
Edición de la música: Luis Antonio González
Grabado en iglesia parroquial de Zuera (Zaragoza) en abril de 1996
Toma de sonido y montaje: Fernando Rivera
Producción: Geaster S.L.
[Comentarios ©Luis Antonio González]
In ictu oculi
El tiempo, el inevitable e igualador paso del tiempo, protagoniza de manera singular el discurso del pensamiento barroco y también, en forma de prisa y estrés, el devenir cotidiano de la vida actual. Antonio de Pereda (1608-1678), a quien se atribuye la pintura del frontispicio, concentró en el reloj -que, naturalmente, viene acompañado en el cuadro de varios cráneos mondos omitidos aquí por mor del decoro- todos los temores y certezas del hombre del siglo XVII, que coinciden en lo más fundamental con los del hombre de hoy: el tiempo pasa inexorablemente, para todos y para todo. No procede aquí esbozar un ensayo sobre la vanitas ni entregarse a reflexiones morales, pero sí explicar en pocas líneas el contenido de este disco -esfera de reloj, rueda de Fortuna, ojo y espejo del universo, pompa de jabón, o también, si lo prefieren, representación del triunfo sacramental- que, como todo lo redondo, gira, en este caso alrededor de la imagen de la alegría fugaz y el augurio de las postrimerías.
Este disco recoge algunos de los más interesantes tópicos del barroco español, que, a decir verdad, vienen de antiguo y están extendidos por todo Occidente (desde el Eclesiastés hasta las innumerables imitaciones: del Kempis): la vanidad de los bienes terrenos, la fugacidad de la vida, el desengaño; la certeza de la muerte y lo incierto del momento y lugar en que nos estará aguardando; la idea de la vida como ficción y del mundo como teatro; y, al mismo tiempo, la explosión de una sensualidad disfrazada de representación del amor divino en términos muy a lo humano; todo envuelto en multitud de imágenes, símbolos, emblemas claramente manifiestos en las artes plásticas, en la literatura y, por supuesto, en la música, arte efímero y fugaz por excelencia.
Basado en el Cantar de los Cantares, el texto del villancico Dulce y regalada esposa , aunque parezca una composición humana, representa el diálogo amoroso entre Cristo y el Alma. La música, siempre al servicio de las palabras, subraya con acierto la intensidad y los afectos de aquéllas, de lo que resulta una pieza particularmente cálida, expresiva y entroncada con lo teatral. Carlos Patiño (*Sta. María del Campo Rus, Cuenca, 1600-†Madrid, 1675), maestro de capilla de la Encarnación de Madrid -una de las Capillas Reales-, parece ser el primer responsable de esta composición (en la fuente musical se lee: «de Patiño»), en origen para tiple y bajo. Otra fuente, posiblemente algo posterior, atribuye la pieza a Francisco Navarro (maestro de capilla en la catedral de Valencia en 1634-1650): esta vez se destina a un tiple y un tenor, con muy pequeñas variantes respecto de la obra de Patiño y con el añadido de una responsión policoral. Nos hemos decidido por la versión o adaptación de Navarro, prescindiendo de la responsión, que destruye el tono íntimo del dúo, y hemos introducido un breve ritornello instrumental basado en la copla.
La sensual alegría del dúo Dulce y regalada esposa parece una invitación a los goces de la vida. Pero, amigos, esa anhelada unión definitiva entre Amado y Amada pasa, sin remedio, por la liberación de ésta de las ataduras del cuerpo. Aquí el temor a la muerte se diluye en una espera deseosa e impaciente, como expresan las palabras de la Amada «correré, volaré presurosa, dulce Amado, espera, que voy», traducidas en la música en una escala ascendente de una séptima seguida de un descenso aún mayor, imagen simbólica que se aprecia sin dificultad en la escucha y que llama poderosamente la atención en el conjunto de la obra.
Durante la celebración de la Semana Santa barroca, caracterizada por esa recreación, tan hispana, en la sangre y en lo terrible, los pensamientos sobre la brevedad de la vida y la seguridad de la muerte debían de adquirir un relieve todavía mayor que en el resto del año. Una parte importante, cuantitativa y cualitativamente, de la producción de los maestros de capilla españoles del siglo XVII es música para la Semana Santa, en la que destaca un género de composición particularmente abierto a las modernidades -estilo representativo, obras a solo con acompañamiento instrumental, etc.-: las lamentaciones. Son las lecciones del primer nocturno de Maitines de Jueves, Viernes y Sábado Santos. Forman parte del llamado Oficio de Tinieblas o Tenebræ; éste se iniciaba con quince bujías encendidas, que se iban apagando una a una tras el canto de cada uno de los salmos. El oficio de Maitines debía cantarse después de medianoche y antes del alba, pero desde los primeros siglos se estableció la costumbre de trasladarlo en Semana Santa a la tarde anterior. Los textos se toman del extenso poema elegíaco atribuido a Jeremías y su significado (originariamente, deploración por la destrucción de Jerusalén a manos de las tropas de Nabucodonosor en el 586 a. C., propiciada por la decadencia moral de la ciudad) es interpretado como metáfora de los pecados de la humanidad, redimidos por la Pasión de Cristo, prefigurada en la destrucción del Templo de Jerusalén. Los versículos vienen precedidos de nombres de letras hebreas, las iniciales de cada verso antes de la traducción latina que, además, cumplen una función numérica.
Como ejemplo del cultivo de este género en España hemos escogido la Lamentación 2ª, Feria VI de Joseph Ruiz Samaniego (fl. Tarazona y Zaragoza, 1653-1670), que contrasta notablemente con la amabilidad de la composición anterior. La pieza de Joseph Ruiz Samaniego, compuesta en Zaragoza en torno a 1669, es la segunda lección del Viernes Santo -se cantaba el Jueves-, y está compuesta para tenor solo, dos violines, y acompañamiento de archilaúd y otro u otros instrumentos sin especificar (en nuestra versión, la vihuela de arco y, ocasionalmente, el clave). Se trata de un arioso dividido en tantas secciones como letras hebreas y versos tiene el texto, que deben cantarse sin solución de continuidad. Tanto en la parte vocal como en las de los violines encontramos breves citas del tono tradicional de recitación de las lamentaciones (tonus lamentationum) en la Península Ibérica, ya desde el comienzo de la pieza, como aviso y declaración inequívoca de que la composición que se va a escuchar es una lamentación. La austera parte vocal, casi silábica, declama el texto con una clara preocupación por la adecuación rítmica y por la interpretación del sentido de la letra, no tanto en el uso de imágenes convencionales aisladas -que las hay- como en lo que parece una cierta hermenéutica elemental, patente en la alocución final («Jerusalem, Jerusalem…») donde la figuración imprime fuerza y velocidad casi ansiosa a las palabras «convertere ad Dominum» («date prisa, ya no hay tiempo», podemos leer entre líneas) y, en brusca oposición, frena, detiene el tiempo sobre la palabra «Deum», aderezada por una puesta en música con retardos y disonancias que tratan de explicar lo inexplicable, lo eterno y misterioso. La obra tiene un interés añadido: se trata de la primera lamentación conocida en España para voz sola, dos violines y continuo, e inaugura una larga tradición que se prolonga hasta entrado el siglo XIX.
Joseph Ruiz Samaniego fue maestro de capilla en la catedral de Tarazona entre 1654 y 1661, año en que pasó a ocupar el cargo de maestro de capilla en El Pilar de Zaragoza. Las noticias sobre su actividad en Tarazona y Zaragoza, donde se le da el tratamiento de licenciado, parecen revelar un carácter díscolo y temperamental en sus actos -desde faltar a sus obligaciones a maltratar a los infantes, discutir con los músicos o golpear a un canónigo-, lo que le acarreó no pocos problemas con sus patronos. A pesar de que el cabildo de El Pilar alababa sus composiciones y reconocía que «era buena su habilidad para el ministerio», optó por despedirlo en febrero de 1670, alegando que «no cabía enmienda en su condición». Por razones que desconocemos, en 1669 Joseph Ruiz Samaniego acogió en su casa a tres músicos de Su Alteza, el filarmónico hijo bastardo de Felipe IV, Don Juan de Austria, que se instalaba en Zaragoza como Vicario General de la Corona de Aragón y ejercería su influencia sobre el desarrollo de la actividad musical zaragozana. Posiblemente algunas novedades como la inclusión de violines en la lamentación vista se deben a este contacto enriquecedor.
Precisamente Don Juan nos sirve como pretexto para introducir en el disco, ante la escasez de música española conservada para conjuntos instrumentales, algunas piezas de un maestro napolitano, Andrea Falconiero: (*Nápoles, ca. 1585-†Nápoles, 1656), que, tras haber pasado varios años en Madrid y ya nombrado maestro de la Real Capilla de Nápoles, dedicó al Austria un volumen (Il Primo Libro di Canzone, Sinfonie, Fantasie… Napoli, Pietro Paolini & Gioseppe Ricci, 1650) de música para violines, viola da gamba y continuo, colección que a buen seguro viajó por España en el equipaje de los músicos de Su Alteza. Hemos escogido, para seguir a la lamentación de Ruiz Samaniego,La Gioiosa Fantasia, que, al menos para el oído moderno, tiene poco de alegre y mucho de melancólica y meditativa.
Quienes vivieron en la España del siglo XVII pasaron por el trance de contemplar cara a cara lo que parecía ser el fin de los tiempos: el ocaso del dominio español en el mundo, la ruina económica, las constantes guerras con el exterior, la lucha civil -la guerra de Cataluña-, las epidemias… Si a algún músico español podemos utilizar como ejemplo de esta experiencia, se trata de Juan Berges (fl. Zaragoza, 1637-†Zaragoza, 1680), que, por su longevidad y las circunstancias de su vida, vio morir a gran parte de sus más cercanos compañeros de profesión. Berges ejerció como tenor en la Seo de Zaragoza durante más de cuarenta años, tiempo en el que le tocó conocer la guerra de Cataluña -que en Aragón se vivía con una especial intensidad- y sobrevivir a la durísima peste que asoló Zaragoza durante el año 1652. No extraña que su única obra conocida, tal vez compuesta por esas fechas, sea la letanía Oh, santísima Cruz, que por su texto (monólogo del cristiano al pie de la cruz ante la expectativa de la muerte) y, sobre todo, por su puesta en música, un expresivoarioso repleto de imágenes simbólicas, se enmarca decididamente en el estilo representativo. Como curiosidad, la cruz -una cruz latina, por más señas- está claramente dibujada por las notas de la voz superior en los compases 8-11, tras la introducción: la-fa#-sol-la-sib-la. (INTRODUCIR GRAFICO?) La obra está escrita como dúo de tiple y tenor-bajete; no se ha conservado la parte de acompañamiento, que seguramente doblaba al tenor sin grandes variantes. En nuestra versión hemos confiado la parte del tenor-bajete directamente a los instrumentos de acompañamiento (vihuela de arco, archilaúd y clave) y, tras la introducción, hemos incluido también una versión instrumental de la sección principal de la pieza, con la vihuela de arco como solista. Un copista anónimo, quizá el propio Berges, quien dedicó parte de su tiempo a renovar los libros de coro de La Seo, anotó en el margen de la página que contiene la obra la siguiente leyenda: «Gana innumerables indulgencias quien la dixere con devoción».
Todo lo humano perece. También la sabiduría y el ejercicio intelectual forman parte de la nómina de las cosas vanas,. Así lo afirma el libretista, anónimo como en las demás piezas de esta grabación, del villancico Al humillado, donde glosa el conflicto entre razón y fe, entre sabiduría y amor ciego. El compositor, Juan Pérez Roldán (*Calahorra, 1604-†¿Zaragoza?, después de 1672), llevó una vida ajetreada, siempre en busca de mejores destinos, cosa frecuente entre los maestros de capilla de la época: tras ejercer como tenor en la catedral de Toledo y como maestro de capilla en Málaga, la Encarnación de Madrid, Segovia y León, llegó a Zaragoza en 1671 para regir la capilla de El Pilar, donde permaneció al menos hasta febrero de 1672. Es posible que, dado lo avanzado de su edad -sus achaques le impidieron hacerse cargo de los infantes de El Pilar-, muriese en Zaragoza durante ese mismo año. Pérez Roldán hace gala en su música de un estilo nervioso, extravagante, a veces violento, que gusta de apurar las posibilidades de la composición -con el uso de falsas no permitidas- y la interpretación -con saltos, extensiones y tesituras extremas-, en unas obras que entrañan dificultades poco frecuentes en la música española de la época. Todo esto se aprecia en el villancico Al humillado, destinado en principio a San Agustín y modificado para San Francisco. Texto y música, juntos, manejan conceptos opuestos (humillado-encumbrado…) en un juego plenamente barroco, donde todo contrasta, incluidos el histérico estribillo (del que ofrecemos también una versión instrumental) y las aparentemente apacibles coplas que introduce una tonada a cargo de un violín.
El villancico Al humillado fue compuesto para ejecutarse en una siesta, esto es, en un concierto público. En determinadas fiestas, especialmente en aquellas que contaban con participación gremial (el Corpus, su Octava, fiestas de santos patrones, etc.), era costumbre que, tras la misa y el consiguiente banquete, algunos músicos se reunieran en las iglesias alrededor de la hora sexta para divertirse un rato y solazar al público asistente con obras no litúrgicas aunque sí de contenido moral y edificante, y también con piezas instrumentales. Con frecuencia en las siestas se cometían excesos: la gente, tras la comida de celebración en la que presumiblemente se habrían consumido ciertas cantidades de alcohol, tomaba dulces y refrescos, jaleaba a los músicos y en ocasiones llegaba a perpetrar toda clase de acciones impías, por lo que las prohibiciones por parte de la jerarquía eclesiástica fueron habituales. Por lo que se refiere a la música, las siestas a veces eran auténticas competiciones de habilidad entre cantores e instrumentistas. Tal vez alguna de las piezas instrumentales de Andrea Falconiero, como La Monarca, sirviera en alguna ocasión para amenizar la sobremesa en la fiesta mayor celebrada en alguna catedral española. A falta, como siempre, de música española instrumental de esas características, nos hemos servido de la obra de Falconiero para nuestra siesta particular.
Por su propio contenido y por su ubicación primaveral, el Corpus Christi es, por antonomasia, la fiesta de los sentidos en el ciclo cristiano-occidental. En el siglo XVII español, la procesión del Corpus, añadidos a su sentido devocional, reunía elementos placenteros de todo tipo: diversión para los pequeños (con los gigantes, cabezudos, tarascas y sierpes), regalo de la vista (carros triunfales, la propia custodia, arquitecturas efímeras), halago del olfato (incienso, calles recubiertas de esteras y pétalos de flores), recreo del oído (músicas de diversas clases) y, como complemento necesario (docere et delectare, no lo olvidemos), reflexiones edificantes servidas por vía de los autos sacramentales representados sobre carretones. Precisamente para esta celebración se compuso el dúo anónimo A mirar, datable a mediados del siglo XVII y posiblemente ejecutado por la capilla de música de El Pilar de Zaragoza durante una de estas procesiones. De nuevo, como en la obra de Patiño/Navarro, nos encontramos con un estilo de composición muy cercano al de la música teatral, y otra vez nos choca la humanización del tema tratado: las zagalas que dialogan son almas y el galán embozado, cuyos atributos describe golosamente una de ellas ante la insistente demanda de detalles por parte de la otra, no es otro que Cristo sacramentado en la custodia, al que en estos textos de cierta raigambre popular es frecuente referirse con apelativos como jaque, valentón, guapetón, matasiete, ladrón, etc. La forma poética elegida para la descripción del galán -la seguidilla- no puede ser más apropiada, como lo es la música, festiva y graciosa.
Llegados a este punto, haremos un alto con la grotesca Battaglia de Barabaso, yerno de Satanás, de Andrea Falconiero. No sabemos a qué responde el extraño nombre de esta pieza, posiblemente destinada a un festejo teatral, cuya música se inscribe en la vasta nómina de batallas, vocales e instrumentales, que se extiende entre los siglos XVI y XVIII, enriquecida en el XVII y en el ámbito italiano por el uso del stile concitato. Nos hemos permitido colocarla aquí, acompañando a las tarascas, dragones, gigantes y enanos que en la procesión del Corpus representan tradicionalmente a las fuerzas del mal vencidas por el bien. En nuestra versión de la Battaglia de Barabaso, obra jocosa y gamberra donde las haya, pueden escucharse las bravatas de los contendientes, el temor de los cobardes, el trotecillo y posterior galope de la caballería, el fragor de la lucha, la fatiga de los soldados, la celebración de la victoria -con la borrachera de los veteranos que se licencian- y el desfile final, al son de una caja y un clarín virtuoso al que responde un eco burlón.
Después de semejante jolgorio, el tercio anónimo Hombre, que la vida pasas durmiendo cae como una losa. Destinada probablemente a la Navidad, como parece desvelar un pasaje del estribillo («el Sol ha salido / en cercos de nieve…»), la obra recapitula los tópicos ya mencionados: la futilidad de los bienes materiales, el desengaño de la vida («Deja el sueño de la vida, / fingido, breve y ligero…»), el único consuelo de la fe. El estribillo, cuya música, no ajena a la retórica, parece percibirse filtrada a través del sueño -estado permanente del hombre en vida-, contrasta con unas coplas de composición vigorosa, verdadera sacudida destinada a abrir de una vez por todas los ojos y oídos del seso embotado por el sopor vital. Estas coplas presentan un interés musical, sobre todo en el desenvolvimiento de la línea del bajo, poco común en la música española del siglo XVII. En la fuente musical se encuentra también una pequeña pieza a dos sin texto, presumiblemente instrumental, que hemos utilizado, con una parte intermedia añadida, para enmarcar las coplas, dado que su fuerza encaja a la perfección en el carácter de aquéllas.
Para finalizar, el topos del alma prisionera del cuerpo, de larga vida en estampas y otras representaciones gráficas, se halla presente en el villancico Si el Pelícano de Amor, de Joseph Ruiz Samaniego. La fuente no indica para qué celebración está destinada la obra, aunque hay que suponer que se trata de una fiesta sacramental, como sugiere el uso de un símbolo tradicional: el Pelícano que se pica el pecho para alimentar a sus crías con su sangre. Asistimos al diálogo entre un alma, aprisionada por el cuerpo y lo mundano, que quiere abandonar su cárcel, y otra ya liberada, una voz celestial que le da ánimos e instrucciones para el camino. La música resalta la separación de los dos planos y añade a la obra, en el coro que hace las veces de estribillo, un ambiente triunfal y glorioso. En nuestra interpretación, dado que se trata de una composición de proporciones relativamente extensas, hemos añadido algunos fragmentos instrumentales procedentes de otro villancico de Ruiz Samaniego, que parecen convenir, en tono y aire, a la pieza en cuestión.
En la música española del siglo XVII existía la costumbre de introducir pequeñas composiciones instrumentales entre las diversas secciones de las obras vocales, así como preludios y colofones, fuera en forma de pasacalles, que por su tipología estereotipada podían improvisarse, o de madrigales (así llamados a pesar de no tener nada que ver con las homónimas composiciones vocales). Hemos optado por utilizar este recurso con discreción a lo largo de este disco. Sí hemos querido dotar a toda nuestra interpretación de un aire teatral y expresivo, a nuestro juicio cercano a lo que debe ser la representación al vivo de los afectos que persigue el arte musical barroco, siempre en busca de una ejecución verdaderamente viva y, por tanto, moderna. Y para ello hemos utilizado los recursos a nuestro alcance dentro de aquello que conocemos, con ciertas garantías de fidelidad, sobre la práctica musical española del siglo XVII. Somos conscientes de que nuestra aproximación a esta música -creada en el pasado y recreada en el presente- tiene mucho de visión romántica. Al utilizar instrumentos antiguos y los criterios que la investigación va revelando como más aproximados a lo que creemos que fue la interpretación de esta música en el momento de su composición, no hacemos sino edificar un nuevo universo musical, como cuando algunos fotógrafos del siglo XIX -¿recuerdan ustedes las fotografías de Julia Margaret Cameron?- reinventaban la Edad Media. En realidad no restauramos una obra vieja dañada por el tiempo, sino que construimos otra, actual, aunque sirviéndonos de las instrucciones que nos dejaron nuestros antepasados.
Y una última reflexión: el tiempo también ha pasado para estas obras, como pasa cada vez que se ejecutan de nuevo. Con nuestro trabajo en este disco no hemos intentado atrasar las saetas, porque, entre otras cosas, no es posible. Sólo se trata de algo también muy moderno, muy de hoy, y en cierto modo nonsense: intentar fijar y hacer perdurable lo que naturalmente es temporal y efímero, lo que pasa casi, casi en un abrir y cerrar de ojos.
Luis Antonio González