Música española del siglo XVII para la Semana Santa
- Domingo HERNÁNDEZ (primera mitad del siglo XVII): Lamentación 2ª del Sábado para los infantes.
- ANÓNIMO (mediados del siglo XVII): Lamentación 2ª Feria V.
- Jusepe XIMÉNEZ (1601-1672): Obra de primer tono sin paso.
- Pedro XIMÉNEZ DE LUNA (fl. 1636-ca. 1640): Lamentación 3ª Feria V.
- ANÓNIMO (mediados del siglo XVII): Ay de mí, villancico al Santísimo Sacramento.
- ANÓNIMO [¿Joseph MUNIESA (fl. 1632-†1674)?] (mediados del siglo XVII): Lamentación 1ª Feria VI.
- Pablo BRUNA (1611-1679): Tiento de falsas de segundo tono.
- ANÓNIMO [¿Pedro XIMÉNEZ DE LUNA (fl. 1636-ca. 1640)?] (mediados del siglo XVII): Lamentación 3ª Feria VI.
- Joseph RUIZ SAMANIEGO (fl. 1653-1670): Terra tremuit, motete para el Jueves Santo.
LOS MVSICOS DE SV ALTEZA
María Pilar Burgos, soprano
Beatriz Gimeno, soprano
José Ramírez, sopranista
José Pizarro, tenor
Pablo Prieto, violín
Eduardo Fenoll, violín
Pedro Reula, vihuela de arco
Jesús Alonso, tiorba y archilaúd
clave y dirección: LUIS ANTONIO GONZÁLEZ
Edición de la música: Luis Antonio González
Grabado en la capilla del Seminario Conciliar de Zaragoza y en la parroquia de Zuera (Zaragoza) en 1998
Toma de sonido y montaje: Fernando Rivera
Producción: Geaster S.L.
[Comentarios ©Luis Antonio González]
Esta grabación contiene varias piezas de música inéditas, no publicadas hasta ahora, ni tampoco ejecutadas ni escuchadas desde hace varios centenares de años. Algunas son anónimas; otras se deben a compositores cuyos nombres todavía no resultan familiares. Todas tienen algo en común, a saber, su carácter penitencial, relacionado con la liturgia y las tradiciones de la Cuaresma y Semana Santa en algunas zonas de España, y su conservación en el magnífico Archivo de Música de las Catedrales de Zaragoza. En fin, hay que decir que algunas de ellas encierran complejidades técnicas notables, por lo que respecta a su composición y a sus requerimientos de cara a los ejecutantes; quizá tampoco resulten sencillas de asimilar al principio.
Por todo lo dicho, puede que no esté de más entretenerse un poco en escribir —yo— o en leer —ustedes— estas noticias y reflexiones, cuyo propósito es servir de ilustración, de ambientación, de apoyo —conveniente, aunque seguramente no del todo necesario— a la escucha de estas músicas, que son a la vez viejas y nuevas, austeras y exhuberantes, recias —escójase la acepción de “recio” que más convenga a cada pieza, a juicio de vds.: grueso, robusto, fuerte, intenso, violento, impetuoso, sustancioso, penoso, riguroso…— al tiempo que sutiles y delicadas.
Dentro del ciclo litúrgico y festivo anual, la celebración de la Semana Santa se ha revestido siempre de una solemnidad particular, avivada en la España barroca por la recreación en los aspectos más vehementes y teatrales de la misma: la expresión al vivo del sufrimiento, el dolor, la sangre, el asombro ante lo terrible y, como colofón, el omnipresente pensamiento sobre la vanitas, la fugacidad de la vida y la seguridad de la muerte. Debemos situarnos en un tiempo y un espacio poblados de abstinencias, ayunos, via crucis y misereres, septenarios dolorosos, pregones, procesiones, disciplinantes, pasos, instrumentos de la pasión (cruces, clavos, martillos, tenazas, escaleras, lanzas, esponjas), representaciones del descendimiento de la cruz —en Aragón, el abajamiento— y del entierro de Cristo con imágenes articuladas (Cristos y Dolorosas), y otros elementos de diverso origen, que conformaban en el siglo XVII los rituales cuaresmales y semanasanteros. Por la procedencia aragonesa del contenido de este disco, nos permitiremos aderezar la puesta en escena en nuestra imaginación con un formidable estruendo de tambores y bombos, aunque su presencia masiva en los actos —costumbre, por lo demás, siempre “inmemorial”— a lo peor no sea tan antigua.
Durante el tiempo de Cuaresma y Pasión las prescripciones litúrgicas prohibían toda manifestación de alegría, lo que, entre otras cosas, traía consigo la exclusión del órgano en determinadas ceremonias, o la sustitución de campanas y campanillas por matracas y carraclas. Pero, en todo caso, se trataba de una fiesta, con sus elementos de espectacularidad y de halago —o mortificación— de los sentidos. Las procesiones, organizadas en Zaragoza por la Hermandad de la Preciosísima Sangre de Cristo (una de cuyas misiones era —y aún es— la recogida de cadáveres desamparados) y por la Orden Tercera de San Francisco (de ahí el nombre de terceroles para los penitentes cubiertos), recorrían las calles al son de campanos roncos, cajas destempladas y atabales enlutados. Se conocen algunas relaciones zaragozanas del siglo XVII sobre el desarrollo de la procesión del Santo Entierro, en la que participaban varios pasos (el Nazareno con la cruz, la Dolorosa con el corazón traspasado por siete espadas, la Cama o Sepulcro y el terrorífico paso de la Muerte, que abría la comitiva tras un guión negro) además del Descendimiento, que daba lugar a una pequeña representación ante el convento de San Francisco, de donde partía el desfile. Salían en procesión también cuatro banderas que figuraban las partes del mundo, junto con niñas y niños huérfanos, adultos enlutados y cubiertos con hachas de cera, otros representando personajes bíblicos y las doce tribus de Israel, frailes y clero de San Francisco, con capilla de música (a ella pertenecía el célebre organista, tratadista y compositor fray Pablo Nassarre); para terminar, la Ciudad y devotos y público en general. Este ambiente lúgubre pero festivo, grave, severo y recogido, pero a la vez lleno de exaltación e ímpetu, dio lugar a numerosas composiciones musicales de belleza y expresividad inusuales, obras destinadas, en palabras del mencionado Nassarre, a mover a los fieles “al dolor de sus culpas”.
Los maestros de capilla españoles del siglo XVII dedicaron una parte considerable de sus esfuerzos creativos a la música de Semana Santa, con resultados que a menudo exceden en calidad a las obras destinadas a otras fiestas o celebraciones. El género de composición más característico es el de las lamentaciones o lecciones de tinieblas, que se cantaban en el primer nocturno de los maitines de Jueves, Viernes y Sábado Santos, oficio que se iniciaba a la luz de candelas y bujías, que se iban apagando, una tras otra, después de cada salmo, por lo que la ceremonia concluía in tenebris. Lo misterioso del ritual, así como lo terrible de los textos tomados de las Lamentaciones de Jeremías —que aluden a la desolación de Jerusalén destruida por Nabucodonosor y se interpretan como metáfora de los pecados de la humanidad redimidos por la Pasión de Cristo—, impulsaron a los compositores a crear algunas obras peculiares, fácilmente reconocibles, imbuidas de un espíritu artificioso, a veces extravagante, pero en cualquier caso profundamente expresivo. Esto es especialmente notorio en las lamentaciones a solo o a pocas voces con acompañamiento, de las cuales en esta grabación se recogen algunos de los ejemplos más antiguos conocidos hasta el presente en España. Lamentaciones a solo compuestas en un moderno estilo arioso, dotadas a veces de gran abundancia de glosas escritas —lo que entonces se denominaba “garganta” o “gala”—, se practicaban desde antes de 1650. Tenían un modelo remoto, que frecuentemente recordaban con citas o con ciertas pervivencias tradicionales: las lamentaciones en “canto llano”, que siguieron en uso durante el siglo XVII. Éstas consistían en una cantilena sobre el tonus lamentationum hispano, a menudo presente en las lamentaciones “a canto de órgano” —o sea, en música mensural—, de carácter silábico a excepción de las letras hebreas que preceden y numeran cada verso, de las sílabas finales y de algunas palabras particulares. Existe un importantísimo repertorio impreso de lamentaciones en canto llano: la obra de fray Juan Sánchez de Azpeleta titulada Opus harmonicum in Historia Passionis Christi a quatuos evangelistis conscripta, in lamentationibus, et cantorum turba… (Zaragoza, Juan de Lanaja y Quartanet, 1612), que fue utilizada en numerosas catedrales durante todo el siglo XVII.
Volviendo a las lamentaciones a solo con acompañamiento, tomemos la anónima Lamentación 2ª Feria V (para el Jueves Santo), conservada en dos papeles manuscritos, probablemente del segundo tercio del siglo XVII. Uno de ellos contiene la parte vocal, escrita en clave de contralto, que por su tesitura sumamente grave hemos encomendado a un tenor; sabemos que, en las capillas de música españolas, las partes de contralto eran ejecutadas siempre por varones adultos, a veces castrados, pero las más por tenores que hacían uso del falsete en caso de necesidad o conveniencia. El otro papel trae una parte de instrumento bajo —en nuestra versión, una vihuela de arco—, que discurre a menudo en imitación o diálogo con la voz y presenta algunas glosas, por lo que nuestro acompañamiento continuo —aquí, archilaúd y clave—, en tanto que fundamento de la composición, se aleja en algunas ocasiones de esta línea de bajo, práctica ésta —un bajo instrumental glosado junto a un continuo algo más sencillo— frecuente durante todo el siglo y comienzos del siguiente. No es preciso insistir en la espectacularidad ornamental de la parte vocal, ni en los pasajes en semicorcheas del bajo; es algo que sorprende desde la primera audición, del mismo modo que, al ojear la fuente, nos sorprendió la cantidad de pasajes, garganta y adornos de todo tipo —hasta los trinos del final— que trae escritos. Algunas glosas larguísimas están justificadas por el texto (por ejemplo, el gráfico caderet, que desciende dando tumbos de modo interminable); otras se sitúan en finales de frase, recogiendo la tradición de las lamentaciones en canto llano, cuyas conclusiones de verso presentaban elaborados melismas. También llama la atención la extravagancia, la dureza de algunos “pasos ásperos” y algunas falsas. Todavía nos resulta extraño, para época tan temprana, el intervalo de sexta aumentada reiterado en la primera sección de la obra; pero su presencia puede rastrearse también en composiciones de otros autores de la época (Joseph Ruiz Samaniego, Pablo Bruna…).
Sin duda, se trata de una obra singular. Pero no es un caso único, sino que forma parte de una tradición de composición a solo, en un estilo expresivo y ornamentado, como lo prueban otras piezas contenidas en este disco. La Lamentación 3ª Feria V es obra, según la fuente, de Pedro Ximénez de Luna, un maestro de quien lo desconocemos casi todo, salvo que se trataba de un compositor excepcional, a juzgar por la pieza en cuestión. De Ximénez de Luna sabemos que en 1636, siendo maestro de Capilla en Santo Domingo de la Calzada, concurrió a la oposición para la plaza de maestro de La Seo de Zaragoza y perdió; en los años inmediatamente siguientes se carteó con músicos zaragozanos y, dada la relativa abundancia de composiciones suyas en el archivo citado (alrededor del medio centenar), no se descarta su presencia en El Pilar en los años 30 ó 40. La ornamentación, menos profusa que en la obra anterior, se concentra en las letras del alefato hebreo, en los finales y en determinadas palabras con “afecto” (animam, furoris). La parte vocal es extremadamente cantable, hermosa y expresiva, lo que sitúa a Luna en uno de los puestos altos de la cada día más extensa lista de compositores españoles de primerísima fila hasta ahora ignorados.
Por un hecho circunstancial, la Lamentación 1ª Feria VI (para el Viernes Santo) de nuestra colección puede ser atribuida al organista y compositor Joseph Muniesa (activo en El Pilar entre 1632, fecha en que firma algún villancico, y su muerte en 1674). La parte vocal de esta pieza a solo de tiple se encuentra anotada con descuido y evidente rapidez en el reverso de una carta remitida a Muniesa por un tal Diego Gerónimo de Val, desde Alquézar. Es probable que el propio Muniesa utilizara el papel para garabatear un borrador, con el texto sólo parcialmente aplicado, que se interrumpe donde debiera continuar con las palabras Deum tuum. Ha sido preciso reconstruir el bajo, no conservado. Por lo que se refiere a las palabras finales, se ejecutan en canto llano, tomadas del antes citado impreso de Sánchez de Azpeleta. De nuevo hay profusión de glosas escritas, tanto sobre las letras hebreas como sobre palabras cargadas de afecto o acción, o en sílabas que concluyen verso o hemistiquio. Algunas de estas glosas nos suenan a música italiana: las encontramos en Monteverdi y otros músicos de la primera mitad del siglo; otras, por el contrario, parecen enlazar con ornamentaciones que hoy todavía escuchamos en ciertos tipos de canto popular español.
Mucho más austera, aunque igualmente expresiva, es la Lamentación 3ª Feria VI, también para tiple. Casi no encontramos en ella rastro de las fabulosas ornamentaciones antes escuchadas, sino una sentida gravedad, no exenta de imágenes, símbolos y recursos que denotan un común conocimiento de la retórica y de su aplicación a la representación de las palabras y los afectos: las notas gravísimas en in tenebras o in tenebrosis, frente a las agudas de in lucem; el uso de la cuarta disminuida sobre contrivit (“quebrantó”); el salto a la octava baja en mortuos; la glosa envolvente en circumædificavit; los silencios tras clamavero y rogavero; las falsas relaciones; la extrañeza de la invocación Jerusalem, Jerusalem… Todos estos recursos eran de uso corriente; sin embargo, a pesar de su carácter tópico, se integran en la composición dotándola de una considerable expresividad, y esto es lo que da valor a la pieza. Los versos de esta lamentación son muy breves, y su puesta en música es escueta; las frases son cortas y las pausas tienen una importancia extrema, pues confieren a la obra un carácter entrecortado que acentúa la idea del sufrimiento (de Jerusalén desolada o de los pecadores contritos). Pero, a pesar de que esta pieza posee un carácter unitario y propio, distinto del aire más extrovertido de la anterior, parece claro que las lamentaciones se componían a menudo tomando materiales prestados de otras obras, lo que era frecuente en todo género de composición de la época: así, encontramos fragmentos, particularmente en letras hebreas, cuyos motivos se repiten en diferentes obras de distintos autores; esto implica la existencia de elementos reconocibles, propios de las lamentaciones, que tal vez fueran introducidos como una seña de identidad, revelando que, aunque las obras sean muy distintas, pertenecen a una tradición sólida y compacta.
Generalmente, los textos de las lamentaciones no se ponen en música completos, sino que se escogen ciertos versos. A pesar de que, para el caso de obras en polifonía, existen testimonios de una práctica alternada con el canto llano para completar los textos, en las piezas a solo con acompañamiento nos hemos resistido a aplicar esta costumbre, por el riesgo de destruir la unidad —aunque formada por fragmentos a veces muy breves— de las obras; además, las fuentes no indican nada al respecto. Otro es el caso de la Lamentación 2ª del Sábado para los infantes de Domingo Hernández, en cuya composición sin duda está prevista la introducción de versos en canto llano. Hernández, cantor tiple y compositor formado en Zaragoza y tal vez en Tarazona, sirvió como maestro de capilla en El Pilar, al menos de modo intermitente, entre 1613 y los primeros años 40. En esta lamentación se ejecutan a canto de órgano las letras hebreas que preceden a los versos latinos, compuestas a cuatro para ser cantadas por los infantes (tiples), mientras el texto propiamente dicho corresponde al canto llano, excepto el hemistiquio cuyo texto dice Parvuli petierunt panem…, que, por hablar de niños, también cantaban los infantes. Las partes polifónicas presentan un estilo contrapuntístico arcaizante, pero dotado de un nuevo uso de la disonancia y de un concepto de la música como hermenéutica del texto (patente en las secciones Parvuli y Jerusalem), lo que sitúa la obra en el umbral de la polifonía barroca. El uso de los instrumentos de arco está plenamente justificado por la práctica, habitual ya en la primera mitad del siglo XVII, de utilizarlos también en la música de Semana Santa. Junto con el canto llano, tomado del impreso de Azpeleta, hemos introducido un par de versillos instrumentales, costumbre que existía en otra composiciones que alternaban canto llano y canto de órgano; ambos proceden del bajo de una lamentación anónima de la colección zaragozana, cuyas partes vocales se han perdido.
A Joseph Ruiz Samaniego (fl. 1653-1670) se debe el motete Terra tremuit, cuyo texto podría corresponder a dos momentos de la liturgia: como segunda antífona del tercer nocturno de los maitines del Jueves Santo o bien como ofertorio de la misa solemne del Domingo de Pascua, en este caso con el añadido de la palabra alleluia. Puesto que ésta no se encuentra en la obra de Ruiz Samaniego, hemos de suponer que la pieza se destina a los maitines de Jueves Santo. En cualquier caso, se trata de una composición de circunstancias, como reza su título diplomático: es un Motete de oposición, que Ruiz, maestro de la catedral de Tarazona (1654-1660), compuso en 1661 durante las pruebas para acceder a la plaza de maestro de capilla de El Pilar de Zaragoza, puesto que obtuvo y conservó hasta 1670, año en que el cabildo decidió despedirlo tras una sucesión de disputas, faltas y castigos varios. Ruiz Samaniego, de quien se conservan tres lamentaciones de gran interés, compuso una obra a cinco sobre un cantus firmus dado con las siguientes instrucciones: “sobre este canto llano se ha de hacer un motete a cinco. Al principio se ha de entrar en fuga con los once puntos primeros del canto llano, y no ha de guardar el canto llano más pausas ni menos de las que van en él, estendiéndose a hacer sus fugas y contrafugas, guardando en primer lugar las entradas del canto llano que divide la letra, y los puntos que se dividen con los señales de las comas”.
El disco se completa con tres piezas que no forman parte de la liturgia: una obra devocional y dos instrumentales. A pesar de que el texto de sus coplas revela que se trata de una pieza destinada al culto sacramental, el villancico anónimo Ay de mí, parcialmente compuesto en forma de diálogo entre un pecador arrepentido y alguien que lo invita a la confesión, conviene, por su asunto, a este programa. La breve sección introductoria del estribillo, dramatizada, da paso a una serie de coplas que hemos interrumpido con una breve pieza instrumental basada en el bajo de aquéllas.
Por lo que se refiere a las dos obras instrumentales, se deben a dos de los máximos representantes de la música de tecla en Aragón durante el siglo XVII: Jusepe Ximénez (discípulo de Sebastián Aguilera de Heredia y sucesor del mismo en la tribuna de La Seo de Zaragoza) y el celebérrimo Pablo Bruna, “el ciego de Daroca”. No sabemos con certeza qué clase de música puramente instrumental sonaba en las iglesias españolas durante la Semana Santa. Es posible que los ministriles tocaran algunos “madrigales” y “canciones”, que así solían denominarse sus piezas. El órgano callaba, pero los organistas no libraban: tenían que ejercer su ministerio acompañando a la capilla con el “clavicordio” (término que en la España del siglo XVII designa al clavicémbalo, conociéndose como “monacordio” o “manocordio” lo que hoy llamamos clavicordio) y tal vez, aunque de esto no conozco testimonios, ejecutando algunas piezas a solo, como versos, tientos, etc., con el mismo instrumento. En todo caso, una parte considerable de la música de tecla española del siglo XVII sigue siendo eso mismo, “de tecla”, apta para ejecutarse en cualquier instrumento de teclado disponible, lo que, si fuera necesario, serviría junto a otros datos (las noticias sobre Peraza, que recoge Pacheco, imitando al monacordio los registros del órgano, etc.) para justificar lo que aquí se presenta.
Viene al hilo un apunte sobre los criterios de nuestra interpretación. En cuanto al acompañamiento, de las obras incluidas en esta grabación únicamente la Lamentación 3ª Feria VI precisa el instrumento para tal oficio; dice “Solo al clavicordio”. Hay evidencias en el repertorio zaragozano de Semana Santa del uso de archilaúdes, como también del arpa (instrumento común en la música de iglesia) y del claviórgano. Dentro de la limitación de tres únicos instrumentos de continuo, en nuestra grabación hemos intentado ofrecer un acompañamiento diversificado, tanto en la presencia de los instrumentos como en el modo de utilizarlos: desde los tres instrumentos juntos con una ejecución llena y contundente (con bajos octavados de la tiorba e incluso acordes en la vihuela de arco, tañida al estilo de las liras), hasta el clave solo tocado con alguna mayor delicadeza. El uso de una pareja de violines está documentado en obras tan tempranas como las aquí recogidas (por ejemplo, un villancico de Pedro Ximénez de Luna) y en lamentaciones poco más tardías del mismo entorno.
Las cuatro voces que intervienen en el disco (dos sopranos, un tiple masculino y un tenor) son distintas en su naturaleza y cantan de modo diferente (la variedad, como es natural, existía, y se valoraba, en el siglo XVII); sin embargo, todas se adaptan a las condiciones y a las exigencias que en el siglo XVII español se consideraban necesarias para un buen cantor de iglesia: “pasajes, requebrados y blandos quiebros”, garganta, intencionalidad en el “declarar la letra, gala y gusto” (tomo estas expresiones de la correspondencia entre dos músicos, Diego Pontac y Manuel Correa, a mediados del siglo, en alusión a unas monjas cantoras). Hay tantos ornamentos escritos en algunas de estas obras, que no ha sido preciso que los cantantes ejecutasen más (en todo caso, algunos quiebros y aleados). En cuanto a la “declaración de la letra”, que abarca tanto la pronunciación clara y comprensible como dar sentido a “lo que pidiere la letra”, hemos optado siempre por la inteligibilidad, aunque, por el pintoresquismo que encierran, hemos mantenido algunas formas macarrónicas latinas presentes en los manuscritos (conclusivit por conclusit…), que, por el contrario, se corrigen en los textos que publicamos. Hemos querido dotar al canto de un punto de teatralidad, mayor o menor según las propias composiciones. No debemos olvidar que los moralistas criticaban constantemente la imitación de las cantantes de teatro por parte de los cantores de iglesia; no era un fenómeno bien visto, pero se daba. Y sobre el canto llano, cabe recordar las palabras de Nassarre en su Escuela música (Zaragoza, Herederos de Diego de Larumbe, 1724 y Manuel Román, 1723, I, p. 193): “Éstas [las lamentaciones de Jeremías] se cantan con mucha más solemnidad [que el resto de las lecciones], por pedirlo assí los grandes misterios, que contienen, y es el canto más dilatado, y expressivo”. Si a ello unimos la norma de que todas las figuras en canto llano, de igual duración, equivalen a un compás con dar y alzar, el resultado es un canto muy pausado, lejano de los ideales medievales —y modernos— del cursus, que, de modo experimental, hemos introducido en los versos de esta lamentación de Domingo Hernández y en el final de la atribuida a Muniesa.
El uso de las diferentes voces, instrumentos e intenciones tiene por objetivo la variedad que tanto valoraban los tratadistas de los siglos XVII y XVIII, meta que no siempre se alcanza con facilidad en un repertorio unitario y, por sí, arduo. Creemos, en todo caso, que tanto la música como su ejecución construyen una atmósfera a un tiempo oscura y luminosa, que responde adecuadamente a nuestra moderna visión de lo barroco.
Luis Antonio González
Nota bibliográfica: Algunos aspectos de las tradiciones de Semana Santa en Zaragoza y Aragón se encuentran en Alfonso GARCÍA DE PASO y Wifredo RINCÓN, La Semana Santa en Zaragoza (Zaragoza, 1981), así como en la copiosa e interesante producción de Antonio BELTRÁN, de la que destaco el capítulo dedicado al folklore aragonés en Enciclopedia temática de Aragón (Zaragoza, 1986). Sobre las lamentaciones en España, podrá consultarse el artículo de L.A. GONZÁLEZ “Lamentaciones” en el Diccionario de la música española e hispanoamericana (Madrid, ICCMU, 1999ss).