Rossi – Mazzocchi – Carissimi
Il tormento e l’estasi
Anónimo [Luigi ROSSI (1597ca.-1653)]
Un peccator pentito, cantata à 5
Domenico MAZZOCCHI (1592-1665)
Pentito si rivolge a dio, aria à 3
Biagio MARINI (1594-1663)
Passacaglio
Giacomo CARISSIMI (1605-1674)
Jephte, oratorio à 6
LOS MÚSICOS DE SU ALTEZA
Olalla Alemán, soprano
Eugenia Enguita, soprano
Pilar Moral, soprano
Agnieszka Grzywacz, soprano
Cristina Bayón, soprano
Marta Infante, mezzosoprano
Gabriel Díaz, conratenor
Montserrat Bertral, contralto
José Pizarro, tenor
Íñigo Casalí, tenor
Joao Fernandes, bajo
Jesús García Aréjula, bajo
Pablo Prieto, violín
Eduardo Fenoll, violín
Natan Paruzel, viola
Pedro Reula, violonchelo
Ventura Rico, violone
Rodney Prada, lira
Chiara Granata, arpa
Josep Maria Martí, chitarrone
Alfonso Sebastián, órgano
clave y drección: LUIS ANTONIO GONZÁLEZ
Distribución vocal
Anónimo [Luigi ROSSI (1597ca.-1653)]
Un peccator pentito, cantata à 5
Soli : Joao Fernandes
Gabriel Díaz
José Pizarro
Eugenia Enguita
Tríos : Olalla Alemán, Marta Infante, Joao Fernandes
Eugenia Enguita, Marta Infante, Jesús García Aréjula
Coro : Eugenia Enguita, Olalla Alemán, Cristina Bayón, Marta Infante, Gabriel Díaz, Montserrat Bertral, José Pizarro, Íñigo Casalí, Joao Fernandes, Jesús García Aréjula
Domenico MAZZOCCHI (1592-1665)
Pentito si rivolge a dio, aria à 3
Trío : Olalla Alemán, Marta Infante, Jesús García Aréjula
Giacomo CARISSIMI (1605-1674)
Jephte, oratorio à 6
Soli : Íñigo Casalí, historicus
José Pizarro, Jephte
Eugenia Enguita, Pilar Moral, historicus & echo
Jesús García Aréjula, basso solo
Agnieszka Grzywacz, historicus
Cristina Bayón, Marta Infante, Gabriel Díaz, historicus
Jesús García Aréjula, historicus
Olalla Alemán, filia
Gabriel Díaz, historicus
Agnieszka Grzywacz, Marta Infante, Gabriel Díaz, Jesús García Aréjula, historicus
Coro : Eugenia Enguita, Pilar Moral, Olalla Alemán, Agnieszka Grzywacz, Cristina Bayón, Marta Infante, Gabriel Díaz, Montserrat Bertral, José Pizarro, Íñigo Casalí, Joao Fernandes, Jesús García Aréjula
Edición de la música : Luis Antonio González
Grabado en la iglesia de San Miguel de Daroca (Zaragoza, España) en septiembre de 2010
Toma de sonido y montaje : Manuel Mohino
Temple de los instrumentos de tecla (mesotónico de 1/4 de comma) : Raúl Martín Sevillano
Diapasón: Tuono chorista A=415Hz
Asesoría histórica : Mª Carmen Martínez
Responsable de producción Sesquialtera S. L. : Teresa Puente
Fotografías : Robin Davies
Producción: Alpha Productions (Outhere Music) & Sesquialtera S.L.
Patrocinadores: Fundación Orange & Université Laval (Québec, Canadá)
[Comentarios ©Luis Antonio González]
Tormento y éxtasis
“Me abraso, me quemo, diera voces, pero las doy dentro de mí”
(Sor Teresa Tshikaba, “La Negrita”, Salamanca, s. XVII)
The Agony and the Ecstasy es el dramático título de una conocida novela de Irving Stone y de la célebre adaptación cinematográfica de la misma que dirigió Carol Reed. La expresión, que convoca un par de términos aparentemente contradictorios, pareció a los autores —novelista y cineasta— apta para definir el proceso creador de un Michelangelo Buonarroti enfrascado en la decoración de la Capilla Sixtina. Pero, sin ánimo de enmendar a Stone y Reed, creemos que tan logrado título viene al pelo, o como anillo al dedo —y por eso lo tomamos prestado—, para encabezar este pequeño muestrario sonoro de la Roma de la década de 1640, la Roma de los papas mecenas Urbano VIII e Inocencio X, vorágine de obras, proyectos, nuevas construcciones, talleres de escultura y pintura que no dan abasto, centro del mundo desde tiempos que casi no se recuerdan (aunque tampoco se olvidan —no se puede— desde la cúspide de la contrarreforma), ciudad barroca por excelencia, capital de la desmesura, donde todo —o casi— es posible, donde los sentidos se abruman y se rinde el ánimo. Aquí, entre ruinas, cúpulas, mártires, santas en éxtasis, emperadores oxidados y cardenales relucientes, se presenta el napolitano Luigi Rossi al servicio de la familia Barberini, en concreto de Antonio, cardenal y sobrino de Urbano VIII. Aquí, bajo el patronazgo de familias cardenalicias y en puestos invariablemente eclesiásticos, desempeñan su trabajo Domenico Mazzocchi, Giacomo Carissimi y tantísimos compositores, instrumentistas y cantores excelsos, como el castrato Marc’Antonio Pasqualini, uno de los primeros grandes divos del arte canoro, mientras pueden contemplar las últimas creaciones de los rivales Bernini y Borromini. Y es aquí donde se está desarrollando, desde hace años pero ahora con desconocido ímpetu, un género musical aupado en las ya asumidas novedades del recitar cantando y del stile rappresentativo, característico del espíritu católico postridentino: el oratorio.
Pecado, culpa, arrepentimiento, penitencia, castigo, gozo supremo, éxtasis y gloria de la redención: estos son algunos de los conceptos fundamentales —elementales— que los libretistas y compositores han de manejar para poner en pie los oratorios que, por encargo de diversas cofradías, se cantan en la cuaresma romana del Seicento. Los poetas rebuscarán en su repertorio imágenes sutiles y atroces para comunicar la doctrina, a veces con delicadeza e incluso con cierta ambigüedad, pero a menudo del modo más gráfico y apasionado. Los compositores habrán de emplearse a fondo para expresar con la música, constituida ya en un lenguaje, con sus normas e imágenes prestadas de la retórica, cuanto las palabras dicen, pero también algo o mucho de lo que aquellas esconden o nos hurtan.
El tormento, la tragedia, lo terrible, son acciones, sentimientos o categorías fácilmente expresables tanto con palabras como por otros procedimientos. Más compleja o equívoca podría parecer la representación del éxtasis, e incluso su propia definición. En su obra Lucidario del verdadero espíritu, de 1616, dice el carmelita descalzo Jerónimo Gracián: “Éxtasis significa aquel último y soberano afecto, que viene muchas veces con el rapto, en que el alma goza de Dios inmediatamente en el supremo grado que se puede gozar en esta vida; que es como la cópula del matrimonio divino”. No es de extrañar, por tanto, que las representaciones contrarreformistas del éxtasis místico evoquen de manera abierta los transportes amatorios y nos sumerjan en un voluptuoso mundo cargado de sensualidad y erotismo. Lo físico y lo espiritual, la mística y la carne, caminan, como no puede ser de otro modo, de la mano.
Desde que se reparó en su existencia, Un peccator pentito, o Mi son fatto nemico, oratorio volgare o cantata moral —que ambas denominaciones recibe en las fuentes musicales, anónimas, conservadas en la Biblioteca Vaticana— viene siendo atribuido por razones de estilo y de conservación (pues apareció entre los fondos barberinianos junto a otras obras firmadas) a Luigi Rossi —aunque el mencionado Pasqualini bien pudiera ser otro candidato a la atribución— y se fecha entre 1641 y 1645, siendo su posible destino la Arciconfraternita di San Girolamo della Carità.
Un peccator pentito es una composición dramatizada, en forma de diálogo entre varias almas atormentadas por sus pecados (voces graves, en nuestra versión), junto a las cuales aparece un personaje (soprano) que, anunciando la misericordia divina sin límites, las insta al arrepentimiento. El argumento, netamente contrarreformista y muy próximo a ciertos aspectos de los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, viene expresado en un hermoso texto del toscano Giovanni Lotti, repleto de imágenes en verdad escalofriantes, que la música recrea y hace palpables mediante el conocido recurso de la “pintura de las palabras”. Ésta es especialmente notoria en expresiones cargadas de afecto —y de efecto—, como los “abissi”, el “diluvio di sangue”, etc., y en algunos momentos da un paso más hacia una verdadera exégesis del texto: así sucede cuando al decir la voz conciliadora que Cristo “frena le man’ coi chiodi”, el continuo pinta con su movimiento cadencial la cruz a la que sólo indirectamente las palabras aluden. El texto de Lotti y la música de Rossi ponen ante nuestra vista la contemplación de Cristo crucificado y bañado en sangre; pero en el coro final del oratorio aparece la más clara imagen del éxtasis: el corazón en llamas (“immergete, fedeli, nell’aperto costato il vostro core, e vedrete fra poco, s’egli v’entrò di giaccio, uscir di fuoco”). Este glorioso y arrebatado coro final participa del espíritu del Éxtasis de Santa Teresa que Bernini esculpió para la iglesia de Santa Maria della Vittoria entre 1647 y 1651.
Mientras Un peccator pentito, con su música conmovedora, impone como condición para alcanzar el éxtasis de la gloria pasar por el tormento de la conciencia de la culpa, la pequeña pieza de Domenico Mazzocchi —modesto y educado clérigo músico que aparentemente llevó una vida templada y apacible en Roma— titulada Pentito si rivolge a Dio, tan liviana en lo musical, nos plantea la consecución de un tanto morboso arrobamiento a través de penitencias, castigos y azotes, tal vez no sólo figurados: es lo que parce haberle sucedido a la célebre Maddalena svenuta pintada por Guido Cagnacci.
Pocos años después de la composición de Un peccator pentito, en 1649, ya bajo el pontificado de Inocencio X Pamphilij, se estrena Jephte, posiblemente por encargo de la Arciconfraternita del Santo Crocifisso, para la cual trabajaba como compositor y director a sueldo el romano Giacomo Carissimi, prefecto de música de la iglesia de San Apolinar, del Collegium Germanicum.
Jephte es, sin duda, el más conocido de los oratorios de Carissimi, y posiblemente de los oratorios del siglo XVII en general. La obra conoció el éxito desde el primer momento, como demuestra el relativamente elevado número de fuentes —aunque ninguna autógrafa— en que se conserva (Paris, Versailles, Hamburgo…), una de ellas de la mano de Marc-Antoine Charpentier, alumno de Carissimi como Christoph Bernhard y otros importantes compositores europeos. Ya en 1650 el erudito jesuita Athanasius Kircher dedicó a este oratorio un párrafo de su Musurgia Universalis, publicando además el comienzo de su sobrecogedor coro final como paradigma de música sujeta al afecto de la letra. El texto latino, anónimo, está tomado libremente del libro de los Jueces (11, 29-38) y su argumento es el siguiente: Jefté, en el trance de capitanear a los israelitas en la guerra contra los amonitas, pronuncia un juramento (“Si Yavé pone en mis manos a los hijos de Amón, el primero que salga a mi encuentro a mi regreso a casa será ofrecido en sacrificio”); su ejército sale victorioso pero, al volver a casa, el primer ser vivo que se cruza en su camino es su hija única, aún virgen, por lo que la alegría de la victoria se muda en amargura y desesperación, puesto que el voto ha de cumplirse; concluye el oratorio con el lamento de la hija de Jefté y un coro que deplora su miserable fortuna. Jephte comienza in media res y deja la acción inconclusa, con la hija vagando por los montes con sus compañeras y lamentándose por un plazo de dos meses. Posee un final abierto, enigmático para los ignorantes (¿regresará la hija de los montes?) pero inequívoco para los conocedores de la sagrada escritura: el sacrificio ha de cumplirse, y el hecho de que la inmolación de un ser inocente sirva para salvación del pecador (Jefté, que incumplió el segundo mandamiento) y gloria del pueblo de Dios no es sino prefiguración de la muerte de Cristo. He aquí un buen ejemplo de aprovechamiento inteligente de materiales del antiguo testamento, un tanto complicados o embarazosos, por parte del espíritu contrarreformista.
Texto y música proponen diversas dosis de tormento y éxtasis, aunque con un balance bien diferente al de las piezas anteriores, y con el añadido de algunos dilemas morales: el imprudente voto de Jefté, el delirio sanguinario de la batalla y la exaltación festiva de la victoria conducen al tormento de aquél por la terrible obligación de cumplir su voto a Yavé y al que sufrirá su hija por culpa del pecado de su padre; y, según se insiste, no deja de tener su importancia el éxtasis de amor carnal que la hija, convertida en heroína trágica y virgen para siempre, no disfrutará jamás.
Kircher, tal vez asistente al estreno de Jephte y primer gran publicista de esta obra, alaba el “singular ingenio y agudo cálamo” de Carissimi, maestro de la musica pathetica, capaz de transmitir los múltiples y contrastados afectos que encierra la historia y, por tanto, de transformar el ánimo de los que escuchan, hasta el punto de hacerles creer que escuchan “llantos, sollozos y gemidos” en el coro final. No le falta razón.
Como ciertas vistas de Roma, donde se acumula desordenadamente la historia de la civilización occidental, Un peccator pentito y Jephte nos siguen emocionando y sobrecogiendo, seguramente no menos hoy —aunque posiblemente de otro modo— que en el momento de su creación ante un selecto, atónito y suspenso —quién sabe si atormentado o extasiado, o ambas cosas a un tiempo— público romano.
Luis Antonio González